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eBook | DOC word | 148 páginas | español |
Prólogo Los Remedios de la Abuela
Antaño, el ferrocarril parecía a la mayoría de los mortales una aventura costosa y llena de peligros, siendo preferida la seguridad de un buen caballo enganchado al cabriolé familiar. Y, como sea que la sabiduría popular quería que un viajero sagaz cuidara de su propia montura, se economizaba el animal simplemente desplazándose poco. Mi abuela nunca se quejó de ello. Los dos kilómetros que separaban su casa de la aldea bastaron siempre ampliamente para llenar sus sueños de evasión. Incluso a veces le ocurría que encontraba el trayecto demasiado largo, cuando, recorriendo el pedregoso camino con su cesta de provisiones al brazo, no tenía la fortuna de encontrarse con un vecino lo suficientemente atento como para reservarle un lugar en la parte de atrás de su carreta. La buena mujer llegó a centenaria, lo que me valió la alegría de pasar junto a ella numerosas vacaciones y le permitió enseñarme un montón de cosas. Naturalmente, jamás pude pedirle que me iniciara en las complejas leyes de la física, ni que me hiciera penetrar en los sutiles arcanos de la filosofía; pero en cambio resultó una maravillosa profesora del «saber vivir», en el sentido más literal del término. Y en el más noble también, ya que me enseñó una auténtica ética, muy distinta de este sucedáneo, esta «calidad de vida» de la que se habla hoy en día. Ecologista antes de tiempo, esa vieja dama que jamás abandonó su aldea, excepto para asistir a la boda de un primo lejano, reglaba sin forzarse su existencia al ritmo de la naturaleza, levantándose con el sol y acostándose al mismo tiempo que sus gallinas. Supe después que un médico alemán, el doctor George-Alfred Tienes, había elevado esta forma de reposo cotidiano a la altura de una terapéutica, bautizándola con el nombre de «sueño natural». Lo cual, pese al éxito innegable, no dejó de provocar la ironía de sus colegas. En cuanto a las enfermedades, puedo decir que mi abuela prácticamente las ignoró a todo lo largo de su existencia. Eso no quiere decir que fuera más robusta que cualquier otra mujer, sino que simplemente se negaba a«escucharse» o a conceder importancia a cualquier indisposición. Sobre todo teniendo en cuenta que en aquella época era preciso que el caso fuera extremadamente grave para decidirse a consultar al médico. Lo cual por otro lado resultaba lógico, ya que los facultativos, que por aquel entonces conservaban aún un cierto buen sentido, no acudían más que muy raramente al arsenal quimioterápico, y se contentaban con recetar remedios naturales que pudiera administrarse uno mismo. Y Dios sabe que mi abuela conocía un gran número de estos «remedios caseros», tan injustamente desacreditados hoy en día. Tenía recetas para todo. Para los dolores de barriga, las migrañas, las verrugas, las pupas e incluso las heridas graves. Gracias a su ciencia, las desolladuras de mis rodillas se curaban sin dolor; las indisposiciones pasajeras _consecuencia muy a menudo de una gula desenfrenada— se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos; incluso los resfriados desaparecían mediante sabrosas decocciones. Su farmacia consistía en varios tarros de perfume sutil, y su Codex se hallaba resumido en un viejo cuaderno donde se hallaban, mezcladas, las recetas de cocina y las tisanas. ¿De dónde le venían sus conocimientos? Habría sido incapaz de responder a esta pregunta. Como máximo habría podido indicar que tal o cual preparación había sido puesta a punto por un lejano antepasado, y que los secretos le habían sido transmitidos por su propia madre. Las demás correspondían a lo que siempre se había practicado en la región y que ella había ido anotando de sus conversaciones con sus vecinos. He recuperado este maravilloso cuaderno. Forma la base de este libro. Es pues a partir de esta documentación excepcional que he establecido mi plan y orientado mis investigaciones, con la preciosa colaboración del escritor Francois Lancel.
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